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Miembros del Ayuntamiento hacia finales de la década de 1880, entre ellos D. Diego Sánchez y D. Antonio Arroñiz. Cortesía Familia. Archivo JAAG

SUCEDIÓ HACE… (343): El crápula de D. Antonio

José Antonio Agúndez García

Malpartida de Cáceres

Jueves, 26 de noviembre 2020, 10:03

Hace poco leí en las páginas de Hoy un artículo de Alonso J. Corrales titulado 'Los secretos de Pintores'. En él se hacía referencia a un suceso ocurrido en 1853 en una casa de aquella céntrica calle cacereña propiedad de un D. Antonio Arroñiz, de quien se decía que por no confiar en los bancos guardaba en su vivienda una respetable cantidad de dinero. La codicia hizo que la casa fuera asaltada por furtivos buscatesoros y se cuenta también que operarios municipales se emplearan tanto en el rastreo que encontraron algunas tinajas de barro junto al albañal donde estaba depositada buena cantidad de duros y reales. Recordé, al hilo de este relato, que yo también había oído hablar de un D. Antonio Arroñiz que anduvo por Malpartida en el último cuarto del siglo XIX. ¿Serían el mismo?

La primera referencia que tuve del tal D. Antonio es de la persona que me cedió la foto que encabeza este artículo -lamentablemente ya fallecida-. Al entregármela me comentó que en la misma aparecía junto a su abuelo Diego Sánchez algunos miembros de la corporación malpartideña cuyos nombres no supo precisar y un tal Arroñe -me dijo- que era juez de paz. Aunque es difícil asegurarlo, quizá pudiera ser, por su peculiar fisonomía, el de boina y barba sentado en la butaca de mimbre, pero ello no es más que mera suposición. Efectivamente, comprobamos más tarde que en la lista de jueces de paz del juzgado malpartideño que tan cortésmente nos ha cedido nuestro amigo y actual titular Alfonso Barriga, aparece D. Antonio Arroñiz Hernández como ocupante de la plaza entre los años 1893 y 1895. Luego, el hallazgo de la fecha de su defunción y el relato que sobre los Arroñiz hace el célebre escritor cacereño Don Publio Hurtado en su libro 'Ayuntamiento y familias cacerenses' nos hacen asegurar que quien guardaba los caudales entre aguas fecales en la capital y ponía paz en las disputas surgidas entre nuestros vecinos era la misma persona.

Es por D. Publio por quien conocemos más cosas de los Arroñiz y de este D. Antonio. Por ejemplo, que el primero de los de este apellido que vino a Cáceres fue un zaragozano que estuvo en América, donde casó con una rica señora, y que al llegar a Cáceres puso comercio en la calle Pintores -sin duda, donde aparecieron los duros-. Aquel hombre, que se llamaba D. Cristóbal, fue el jugador más empedernido en toda clase de juegos de Cáceres y, además, el tipo con mayor suerte de toda la ciudad, de tal modo que la trastienda de su comercio se convirtió pronto en un notable garito donde se desplumó a los señores más encopetados y ricos de la localidad. «Allí se jugaba de todo, dinero, alhajas, granos semovientes, fincas -dice D. Publio- hasta las esposas y las hijas en alguna ocasión, que no cito por respeto a las familias». De esta forma, todo lo que de valor había en Cáceres fue transportado, por obra y gracia del juego, a la casa de D. Cristóbal Arroñiz, convirtiéndolo en una de las personas más ricas de la localidad. Pero quiso la caprichosa rueda de la vida que el hijo de aquel, también llamado D. Cristóbal fuese el reverso de su padre y así, siendo como aquel impenitente jugador, tuvo siempre, sin embargo, a la diosa Fortuna de espaldas, por cuanto todo lo que aquel le legó éste lo derrochó.

E hijo de este segundo D. Cristóbal tenemos a nuestro D. Antonio Arroñiz Hernández, que nació en Arroyo del Puerco -de donde era su madre, Dña. Mónica - en 1810. Fue éste diestro con el lápiz, estableció en su casa una academia de dibujo y fue nombrado profesor de esta materia en el Instituto de Segunda Enseñanza hacia 1840. La afición de D. Antonio, más que el juego fueron las faldas, de tal manera que corrieron por Cáceres coplillas que hablaban de las siete queridas que -según decían- tuvo a la par, pagándole a cada una cierta cantidad de dinero para su manutención. Sigue contando D. Publio que hacia el año 1890 o 1891, curioso el escritor por saber qué había de verdad en esta afición de Arroñiz por el erotismo, se desplazó a Malpartida para conferenciar con él. En el curso de su conversación se atrevió a preguntarle si era cierto que tuvo siete queridas a la vez, recordándole la tonadilla: «Al pobre de Arroñiz/ que malo le veo, con siete queridas/ que lo tienen seco./ O, Paz, Frasca, Antonia,/ Jorja, Ana y la Pelos,/ con él darán pronto/ en el cementerio.» Y el pobre viejo se sinceró a Hurtado: «Eso son exageraciones del vulgo. Por tener tuve muchas… más de cincuenta. Pero a la vez, cuando más tuve, no pasaron de tres. Las tuve de distintos precios; pero sí, algunas no me costaban más de seis cuartos (18 céntimos de pesetas) y un pan diario». En fín, todo un 'figura', por emplear una palabra amable.

A la vista de su partida de defunción, ocurrida el 6 de octubre de 1898 se puede decir que, contradiciendo los dos últimos versos de la popular tonadilla no fueron el vicio y la libido los que llevaron a Arroñiz al cementerio, no, sino los achaques de la senectud, pues murió ricamente en su domicilio de la calle Almirez a los 88 años, que en aquellos entonces era pero que mucha edad. Eso sí, fue enterrado 'de caridad', pues el crápula de D. Antonio todo se lo quiso llevar por delante.

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