SUCEDIÓ HACE… (345): Tiempo de carnaval (I). De sahumerios y otras chanzas
José Antonio Agúndez García
Malpartida de Cáceres
Sábado, 30 de enero 2021, 23:19
Este maldito bicho por quitarnos nos ha quitado hasta la ilusión por las fiestas. Y eso es grave, muy grave. Es como si la sociedad al completo estuviera en UCI, bajo respiración asistida, a la espera de recuperara demás de la salud física, la salud mental. No ha tenido bastante con robarnos la mayoría de fiestas y celebraciones del 2020 (Semana Santa, San Isidro, de verano, Navidad, etc.) que ahora lo intenta con las de 2021, empezando por estas del Carnaval. No me llaméis frívolo por pensar en fiestas con la que está cayendo. Siempre el uno está antes que el dos. Pero no es malo luchar contra la fatiga, el desánimo, el desconcierto que en nuestras mentes produce la época en que vivimos plantándole cara con el recuerdo y la esperanza. Nuestras fiestas, entre ellas los carnavales, son un bien cultural intangible que actúa como memoria colectiva, como mecanismo de socialización, de transmisión de valores, con capacidad de generar autoestima, afectos, sentimiento compartidos... Por eso las echamos de menos y deseando estamos que todo pase para reclamar de nuevo su celebración como verdadera seña de identidad, volver a sentirlas y a disfrutarlas, especialmente el Carnaval, una fiesta en el que se produce el maridaje perfecto entre las ganas de vivir con la risa y la alegría.
Que gozaron y gozan las Carnestolendas de enorme predicamento entre las y los malpartideños es decir poco y cosa bien sabida. Bien conocemos lo que gustaron a nuestros mayores estas fiestas que daban comienzo no el Domingo Gordo, como algunos suponen, sino que se alargaban desde el 17 de enero, día de San Antonio Abad hasta el Miércoles de Ceniza. Era esta una época en la que había baile en los salones, las mozas se reunían en corro al anochecer para cantar las coplas del pandero o jugar «a morito», paseaban las calles murgas y estudiantinas con sus pícaras y atrevidas canciones y se hacían bromas y perrerías amparándose en el disfraz y la máscara.
Hasta tal punto esto fue así que ya en la ordenanza municipal aprobada en 1893 (hace 128 años) se disponía en el capítulo relacionado con la policía, diversiones, ferias, fiestas y tranquilidad pública que «En los días de carnaval se permitirá andar por las calles con disfraz, careta o máscara, pero se prohíbe llevar la cara cubierta después del toque de oración de la tarde. Queda prohibido usar disfraces que imiten la magistratura, los hábitos religiosos, los de las órdenes militares o los uniformes que estén designados a ciertas y determinadas clases oficiales. No permitiéndose a las máscaras ofender a la religión del estado, a los demás cultos tolerados, a las buenas costumbres y a la decencia. Se prohíbe, además, Insultar a las personas con palabras satíricas, bromas de mal género o promesas que ataquen al honor o reputación de las mismas o ejecuten acciones que puedan ofender la moral y el decoro público. No se permiten que en dichos días se pongan ni tiren cacharros, huesos y otras inmundicias a las puertas de los vecinos, ni que se arrojen aguas, cenizas y otras materias o substancias que puedan manchar, ensuciar o causar daño. No se podrá hacer uso de las máscaras de cuernos caracoles, cuernos y tambores, latas y otros instrumentos con los cuales se moleste a los vecinos. Los que contravinieren o falten a cualquiera de las prescripciones contenidas en los artículos anteriores o bando que se dictare, serán detenidos inmediatamente por los agentes de la autoridad y puestos a disposición de esta para los efectos a que hubiera lugar».
Estas eran las reglas, pero ya se sabe, las reglas están para saltárselas. En el día de hoy relatamos dos de esas «diversiones» carnavaleras que oímos contar a los abuelos y por otras fuentes y que, sin duda, debieron suponer para sus promotores un castigo, una reprimenda, incluso el paso de algunas horas de calabozo por su «inocente» crueldad. Fue costumbre antigua en este pueblo -al igual que en otros de Extremadura- elaborar sahumerios o «zajumerios». Que ¿qué era esto? Pues se tomaba una lata o recipiente cualquiera donde se depositaban brasas o carbones encendidos, añadiéndoles pimienta, goma de la suela de zapatos, pelos, etc. lo que producía una enorme «zorrera» o humareda. Aquel preparado, así dispuesto, era depositado en los zaguanes y otras habitaciones de las casas -introduciéndose incluso por las gateras de las puertas-; esto provocaba el atufamiento de los moradores, además de garrasperas y toses. La diablura era especialmente temida por la gente mayor, como es natural, por lo que se solía atrancar bien las puertas durante estas fechas, exponiéndose entonces a que las mismas fueran aporreadas por un alocado mocerío armado de bastones.
Otra «bonita» fechoría era la de poner cuerdas en las calles. Como la iluminación era escasa en aquellos tiempos -recordemos que el alumbrado público no llegó hasta 1927-, las vías permanecían casi en total penumbra desde el anochecer, lo que era aprovechado por los mozuelos traviesos para realizar tretas como estas: cogían un hilo negro que cruzaban de parte a parte en una calle, mientras ellos quedaban ocultos en alguna calleja. Cuando veían llegar a un hombre con sombrero, alzaban el hilo hasta la altura del mismo provocando la caída de la prenda, para sorpresa y extrañeza del pobre desprevenido.
En otras ocasiones el intento de derribo con parecido sistema no era con los sombreros sino con los propios viandantes. Claro que a veces la broma salió mal. Sucedió cierto día que unos amigos haraganes quisieron poner en práctica una temeridad como la ya mencionada. En una calle aparente y principal atravesaron una cuerda desde la esquina de una calleja atándola a unos veinte centímetros del suelo, sujetando ellos el otro extremo, ocultos en la puerta de una casa de la acera opuesta. Para que el sitio quedara aún más oscuro no dudaron el liquidar con un tirador la frágil bombilla de plato que alumbraba la esquina. Ya estaba todo dispuesto para la «fracatúa». Al poco advirtieron que se acercaba lentamente un bulto. ¡Ya está ahí el infeliz! Cuando creyeron que se encontraba a la altura del grupo, tiraron de la cuerda y ¡zas!, el desgraciado se fue al suelo de bruces. Al caer soltó un ¡ay! lastimero seguido de un blasfemo ¡me cagüen dios! Por la voz, el autor de la imprecación y destinatario de la chanza fue rápidamente reconocido. ¡Ostia, tu padre! -dijo uno de los bromistas, aterrado-. ¡Y aquí fue Troya! El burlado abatido se dirigió en un segundo al sitio donde había salido la voz y al primero que pilló fue… ¿a quién? al tunante hijo que resultó ser cazador cazado y quien no olvidó en poco tiempo la somanta que recibió en pago por aquella «divertida» broma de carnaval.
Cuídense. Seguiremos informando.
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